El cielo estaba cubierto por nubes de distintas tonalidades grisáceas, aunque en el horizonte podía verse una fina línea de amarillo rojizo.
Los árboles sacudían sus copas violentamente, a causa del poderoso viento que auguraba tormenta,
Con la oscuridad que cubría la ciudad como un manto humeante, era difícil saber qué hora era; si se estaba cerca del mediodía o de la noche.
Con tan sombrío clima, los edificios se veían como amenazantes gigantes de cemento, todos con sus ventanas cerradas.
Quizás Meredith fue la primera en recibir a la tormenta. Ella se encontraba en la terraza de su edificio, el cual medía quince pisos. Alzó su rostro al cielo, dejando a la vista su blanco cuello, y cerró sus ojos zafiros. En ese momento, una lágrima cayó del cielo justo en el medio de su frente. Y comenzaron a caer cada vez más, hasta que fue claro el sollozo de las nubes.
El viento despeinó los cabellos color azabache de Meredith hacia atrás; ella suspiró y abrió los ojos. Se acercó al extremo de la terraza, posó sus manos en la cerca de hierro y miró hacia abajo. El suelo estaba alfombrado por un colchón de hierba verde mojada. Podía olerse el aroma a tierra húmeda.
Meredith estaba empapada, y sus manos casi resbalan cuando se sostuvo de la cerca para treparla y pasar al otro lado, donde todavía había un metro antes del borde de la edificación. Dio un paso hacia adelante y contempló el vacío, hermoso, infinito, eterno.
Pero fue entonces cuando se vieron y supieron sus nombres inmediatamente, aunque nunca se hubieran visto.
Él estaba a 300 metros de ella, también sobre la terraza de su edificio; también del otro lado de la cerca de hierro. Su nombre era Allan; su cabello era del color del roble y sus ojos eran verdes.
Ninguno de los dos sabe con certeza si fueron ellos o la lluvia quienes se hablaron.
Y aunque nunca se volvieron a ver, ellos saben que no están solos en el mundo.
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